sábado, 27 de agosto de 2011

Ni príncipe, ni princesa


Y aunque no era una princesa, con sus ropas rasgadas y sucias, y aunque no era un ángel, con las alas rotas y desgarradas, y aunque no era una dama fina, sirena ni ninfa… Su príncipe abrió los ojos y volteó a verla, y la miró un día y ella supo, como siempre había sabido, que era él, sólo él, y que no importaba que ella no fuera quien siempre había deseado para sí misma, quien siempre había deseado ser, porque era ella, simplemente ella.

Quería cambiar para él, para ser lo que él siempre había deseado, para cumplir sus sueños, para darle felicidad, pero ella no se la podía dar, porque él  ya tenía a su princesa, dormida en su castillo. Pero su princesa era solo un espejo, el reflejo de un eco, y al darse cuenta el príncipe dio media vuelta y fue entonces cuando vio a la chica, simplemente, una chica, que no sabía nada de princesas, que tenía las alas rotas, que había perdido su cola de pez, que se había quedado sin voz, que no tenía coronas de flor, ni estrellas en el pelo. Pero era real, y no necesitaba nada más, porque era ella simplemente ella, auténtica, radiante como la casualidad. Genuina como una flor de azar.

No, él no es un príncipe, pero es su príncipe, pues siempre lo será para ella, aunque ella tampoco sea una princesa.

Porque cuando ella lo vio, su corazón se detuvo un segundo infinito.

Y pensó que nunca la vería, siempre a hurtadillas, espiando, sin esperar nada a cambio, escuchando. Y cuando él la vio a ella en la oscuridad, creyó que se trataba de un sueño, y deseó nunca despertar.

Pero es real, y no somos príncipes ni princesas, simplemente dos personas que cruzan caminos y que se atraen por casualidad, como si se tratase de la fuezra de gravedad. Desde el primer momento.

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